Natalia representa uno de tantos casos donde las víctimas mueren en múltiples ocasiones antes y después de morir de verdad.
Una de las razones por las que la lucha dentro de la comunidad LGBT+ mantiene los principales resquicios de politización se debe a la comunidad transexual y a su incansable y necesario papel en la lucha y exigencia del respeto, garantía y goce de sus derechos humanos fundamentales.
La comunidad trans se enfrenta a las mismas estructuras de violencia, desigualdad, pobreza y marginación que la población más vulnerable, pero multiplicadas de manera exponencial. El enfrentar el rechazo familiar y social, así como la falta de identidad institucional, lo que a la vez deriva en la inaccesibilidad a servicios de salud, empleo y vivienda digna, educación, ingresos básicos, etc., son solo parte de una serie de condiciones que orillan a las personas trans a enfrentar la vida conforme sus posibilidades, tratando día tras día de no sumarse a las estadísticas que marcan el límite de su esperanza de vida en tan solo 35 años.
En este contexto fue asesinada Natalia, una mujer trans de 29 años que ejercía el trabajo sexual, cuya vida fue interrumpida brutalmente mientras cumplía con otra jornada de trabajo que le garantizaba la única vía de ingresos para subsistir.
El pasado jueves 6 de junio, diversos medios informaron del asesinato de una mujer transexual en el interior del hotel Condesa, ubicado en la alcaldía Benito Juárez de la Ciudad de México. Sin mayor detalle, todos ellos subrayaron el hecho de que el presunto responsable identificado como Bryan, de 23 años, y quien permaneció en la habitación junto al cuerpo de Natalia, “solo se defendió” de una supuesta agresión.
Sin embargo, los detalles indagados por la Fiscalía de la Ciudad de México (FGJ) dan cuenta de que este se trató de un crimen de odio:
La defensa ante una agresión haría pensar que no se requieren 37 puñaladas para neutralizar a alguien y escapar de la misma. Sin embargo, 37 heridas punzocortantes a lo largo y ancho del cuerpo de la víctima revelan una motivación muy probablemente sostenida en un crimen de odio. Al respecto, la Fiscalía señala el uso de violencia excesiva dirigida a causar daño en zonas vitales, haciendo énfasis en que el agresor buscó ocasionar el mayor daño posible a Natalia, causando lesiones mutilantes que buscaban degradar su honra como mujer y como persona.
Bryan ‘N’ actuó bajo una lógica de misoginia, atacando con vileza zonas corporales que suelen asociarse con signos de feminidad y/o erógenas, en el supuesto machista de que privar a una mujer de sus órganos sexuales constituye una deshonra para la víctima, basado en estereotipos y roles asociados a las mujeres de que aquellas acciones le privan de su feminidad y atractivo
Natalia fue hallada por los peritos de la FGJ con casi 40 heridas punzocortantes en diversas regiones del cuerpo, la mayoría en la zona genital.
Lo anterior, a todas luces, constituyó un crimen justificado en el odio y la misoginia porque el agresor, contrario a sus declaraciones, siempre buscó causar sufrimiento a la víctima antes de morir a través de la tortura. Esta lógica responde a la posición asumida históricamente por los hombres en su rol de predominancia y control dentro del propio sistema patriarcal, que les brinda la autoridad de asumirse como jueces sobre el comportamiento de sus víctimas, creyéndose con el derecho de decidir el castigo ante, en este caso, lo que asumen como una traición a los estereotipos de género que espera sean cumplidos por la contraparte. Más aún si asumimos que la víctima era parte de la comunidad LGBT+, un sector ampliamente violentado estructuralmente, en cuya rama, la comunidad trans, recae la mayor cantidad de violencia homicida.
Todo lo anterior tira por la borda las versiones sostenidas ante las autoridades y apoyadas por los medios de comunicación, que históricamente han tenido el papel de revictimizar a quienes son víctimas de crímenes de odio marcados por la brutalidad, la alevosía y la infamia, y por supuesto, en defensa de hombres agresores y feminicidas.
Aunque existen protocolos para indagar este tipo de crímenes bajo perspectiva de género, la comunidad trans se enfrenta día con día a la indolencia de toda una estructura que pasa página frente a la brutalidad de un pensamiento misógino, arraigado en lo profundo del pensamiento colectivo, y que como consecuencia final tiene la muerte cruel y violenta.
México es el segundo país más peligroso para la comunidad transexual, solo por debajo de Brasil. En nuestro país 53 mujeres trans son asesinadas al año. De 2007 a 2022, 5 estados del país concentraron 281 transfeminicidios: en orden descendente, se trata de Veracruz, Guerrero, Chihuahua, el Estado de México y la Ciudad de México.
Este último caso es destacable. La CDMX es, en la teoría, una de las entidades donde más se ha avanzado en el reconocimiento institucional de la comunidad trans, luego de la creación de clínicas de atención especializada, facilidades en el registro civil, el reconocimiento a las infancias trans y al trabajo sexual, sin embargo, ocupa el 5to lugar entre las entidades más peligrosas para su supervivencia.
Ello responde a la profundización histórica de la violencia contra este sector, replicada en todas las estructuras socioeconómicas sin una valorización de fondo de ninguna parte, ni el llamamiento u acción estatal para frenarla. Vemos pues que la violencia transfóbica se replica en todo el continente y en todos sus sectores ante el machismo y a menudo el rechazo a las propias preferencias del victimario. Se estima que en América Latina se cometen ¾ de los crímenes de odio contra la población trans.
En perspectiva, la violencia transfóbica encuentra un río caudaloso para expandirse en la desigualdad estructural, auspiciada desde el poder político y económico, y ante las narrativas que ellos mismos filtran y potencializan en forma de odio y rechazo a la diversidad sexual. Medios de comunicación, fiscalías, ministerios públicos, y en sí toda la estructura del Estado mantienen responsabilidad directa sobre la violencia transfóbica. Urgen políticas públicas más frontales para la defensa de la vida e integridad de este sector, pero en ello reside la voluntad política que quienes ostentan el poder tengan para modificar dicha estructura violenta y darle un giro que le ponga fin.
Sirva esta nota para honrar la vida de Natalia y la de cientos de víctimas de transfeminicidio, cuyos casos han quedado apilados en los expedientes de los Ministerios Públicos, en espera de que algún día la procuración de justicia toque la puerta de sus memorias y ahí termine la impunidad que cada parte de la sociedad ha contribuido a mantener intacta.
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