Los colectivos de madres de personas desaparecidas se enfrentan día con día a realidades institucionales que las colocan en posiciones de vulnerabilidad a toda escala. Las fiscalías locales están atiborradas de carpetas que se amontonan a diario, a cuya pila se suman nuevos expedientes que tendrán la misma suerte: la desatención y el olvido.

Cada jornada es un nuevo comienzo: lo que representa luchar cada mañana contra el dolor de una ausencia que se prolonga, sin que existan señales que den calma a un espíritu de lucha que no se rinde, pero se desgasta ante la soledad de lo que representa una lucha que, sin bien es colectiva, carece de las dimensiones para dar vuelta a la página y poner un alto a la aparición de nuevas fosas clandestinas, porque el Estado no está presente.

Maternidades interrumpidas prematuramente y sin previo aviso por estructuras criminales, a menudo coludidas con autoridades del propio Estado, o por actos de misoginia que derivan en la muerte violenta y desaparición de decenas de mujeres, se replican a lo largo y ancho del país, concentrándose, según la temporalidad y los intereses de dichas estructuras, en diversas regiones donde la violencia se establece e impera.

Más de 110 mil desapariciones, registradas de manera oficial por la Secretaría de Gobernación, dan cuenta del tamaño del problema. Eso equivaldría a llenar casi por completo el estadio con mayor capacidad del mundo, el Rungrado 1st of May Stadium de Corea del Norte, donde caben 114 mil personas. 

La mayoría de los registros de desapariciones comienzan en 2007, poco después de que Felipe Calderón declarara la guerra al narcotráfico, un punto de inflexión en la historia reciente de México que creó las condiciones de violencia en las que todavía hoy el país continúa inmerso.

Uno de los estados en los que predomina el hallazgo de fosas clandestinas por parte de madres buscadoras es Jalisco, gobernada por el emecista Enrique Alfaro, cuya administración ha sido no menos que indolente y cruenta en el trato a los colectivos y su lucha. Está de más mencionar que la ausencia de respaldo institucional por parte del gobernador será uno de sus mayores legados cuando abandone el cargo.

Hoy Jalisco vive asediado y bajo signos de ingobernabilidad. La criminalización del gobierno estatal hacia las protestas públicas, así como el rechazo a los señalamientos de organismos nacionales e internacionales que advierten una avanzada violenta, combinada con la inacción o la colusión de autoridades, se ha vuelto una constante en el calendario jalisciense. 

La muerte de seis elementos de la Fiscalía General del Estado (FGE) en la región de Tlajomulco de Zúñiga, luego de que el vehículo en que viajaban pasara por encima de una mina terrestre, presuntamente colocada por un grupo criminal, que estalló al momento provocando su deceso inmediato, da muestra del tamaño de la violencia criminal con la que los grupos armados navegan en total impunidad frente a los ojos de Enrique Alfaro.

Tlajomulco se ha vuelto tierra de nadie; no hay autoridad que quiera retomar el control y brindarle seguridad a los habitantes, amenazados ante los desfiles de convoys que llevan sicarios y narcotraficantes. Alfaro prefiere mantenerse enfrascado en la narrativa de su alejamiento del ejecutivo federal y su supuesta capacidad de diligencia autosostenida. 

La realidad es que su estado y su gente palidecen frente a las imparables detonaciones, imágenes cruentas de muertes y restos humanos en plena calle, los constantes secuestros que evolucionan en desapariciones, y las desapariciones así, sin más, solo con el objetivo de desaparecer.

Datos oficiales arrojan que desde el 1 de enero de 2018 y hasta el pasado 31 de marzo de este 2023, la Fiscalía Especializada en Personas Desaparecidas (FEPD) de Jalisco ha documentado el hallazgo de 135 sitios de inhumación clandestina en todo el estado, de los cuales, 60 de ellos, es decir, el 44 por ciento se localizan en Tlajomulco. 

En este contexto, colectivos de madres, padres y familiares de personas desaparecidas levantan el rostro cada mañana para preparar picos, varas, cubrebocas, botellas de agua, gorros, etc., y salir con la esperanza puesta en localizar fosas y exhumar el cuerpo de alguien con nombre, historia y familia.

Trabajo extenuante, agotador, revictimizante, que por ningún motivo debería estar a cargo de las víctimas. No son las madres de familia quienes deberían caminar kilómetros bajo un sol abrasante y una tierra que se calienta y parte las plantas de los pies, enterrando varillas y buscando olores fétidos que permitan encontrar restos humanos. Es la fuerza del Estado, con todas las capacidades que tiene, quien debería asumir dicho papel a través de peritos, ministerios públicos y fiscalías.

En Jalisco, como en el resto del país, esto no sucede. Pero los colectivos de madres buscadoras ahora deben enfrentar un nuevo suplicio, cargar con una nueva losa sobre la espalda: Enrique Alfaro no quiere permitir que continúen buscando a sus familiares.

Ser madre buscadora representa un alto riesgo frente a la presencia de constantes amenazas y crímenes fatales de las que son víctimas. Pero si nadie hace el trabajo, ellas han asumido que deben hacerlo. Desde luego, las madres han respondido recriminando a Alfaro por su insensible propuesta, asegurando con la valentía que las caracteriza, que de su parte las labores de búsqueda no serán interrumpidas bajo ninguna circunstancia.

Llamar a suspender las labores de búsqueda “por seguridad de las madres que buscan a quienes nos faltan”, como justificó Enrique Alfaro, es el colmo de la indecencia y la prueba misma de la insensibilidad que abandera el gobierno de Movimiento Ciudadano en Jalisco. Esta decisión solo se justifica por años de abandono institucional que no permiten entender ni dimensionar las motivaciones sociopolíticas y humanas de esta lucha.

Para Enrique Alfaro es sencillo decidir sobre el dolor de miles de familias. No es él quien ha perdido un pedazo de su propia vida en la búsqueda de un ser querido, abandonando sueños y esperanzas propias. Desde la comodidad del Palacio de Gobierno, Alfaro ha dado un sospechoso manotazo sobre la mesa, en el momento más álgido de la crisis de violencia en Jalisco. ¿A Alfaro le incomodan los hallazgos de nuevas fosas clandestinas en su estado? Porque no hay manera de sostener una decisión basada en hechos violentos que no son aislados, sino que se han vuelto emblema de su gobierno, y que ha decidido pasar de largo. 

Si Alfaro quisiera plantear una solución real a esta lucha, tal solución no está en prohibir las acciones colectivas de búsqueda de personas en terrenos, fosas y lugares de difícil acceso. El gobernador sostuvo que estas medidas permanecerán vigentes hasta nuevo aviso: “por seguridad de los grupos de madres buscadoras y asociaciones, este tipo de búsquedas ya no se realizarán hasta que no se tenga un protocolo adecuado.”, señaló.

Sin embargo, la búsqueda de personas desaparecidas es de las acciones gubernamentales que no pueden tener pausa. Cada día transcurrido sin acción apaga la esperanza de encontrar a sus seres queridos a decenas de familias, frente al deterioro de su salud, la pérdida de sus empleos y las difíciles condiciones y enredada burocracia que deben enfrentar a diario.

Si Alfaro en verdad empatizara con el dolor de tantas víctimas, su última opción sería limitar su derecho a buscar la aguja de la verdad entre el pajar que representa la injusticia. Un gobierno humano no abandona a su suerte a los sectores que más sufren las consecuencias de pactos criminales y la histórica indolencia estatal.

Es obvio que las motivaciones de Enrique Alfaro no descansan en la protección de los colectivos y las víctimas, sino en su último intento para frenar la deslegitimidad a la que se enfrenta su gobierno frente al imparable hallazgo de fosas clandestinas. Su administración pasará a la historia como la que dio entrada nuevamente a la violencia sin freno, y con ello, a la ingobernabilidad, a costa de prolongar, aún más, el hallazgo de resquicios de verdad, justicia y reparación.