En una investigación publicada por La Jornada se revelaron los que bien podemos interpretar como los antecedentes directos de la desgarradora realidad que enfrentaron -y siguen enfrentando- las personas transexuales en la Ciudad de México y en todo el país desde el siglo pasado.
Diversos testimonios recopilados en una investigación de La Jornada revelan cómo la comunidad trans fue víctima de violaciones tumultuarias en los separos de la División de Investigación para la Prevención del Delito, en la profundidad de los sótanos de Tlaxcoaque a lo largo de los años 70, y probablemente antes y después de esa década.
Decenas de mujeres trans han acudido a las sesiones de testimoniales que recaban los abogados del Mecanismo para el Esclarecimiento Histórico sobre tales hechos. Hoy buscan reivindicación ante las vejaciones padecidas, víctimas de policías corruptos que aseguraban con ignorancia que a través de violaciones sexuales “los volverían a hacer hombrecitos”.
En sus testimonios, muchas narran cómo el día de su liberación, por la noche, eran llevadas a la glorieta de La Diana o al Parque México, donde las forzaban a desnudarse y meterse a las fuentes para luego golpearlas. Dicho proceso se repetía constantemente porque constantemente eran detenidas.
La capital del país no siempre ha sido ese oasis de libertades, respeto a los derechos humanos y diversidad que hoy conocemos (y que todavía enfrenta grandes retos en materia). De hecho, durante gran parte del siglo pasado, esta ciudad fue el epicentro de los crímenes más atroces e infrahumanos contra disidentes políticos, activistas, estudiantes y miembros de la comunidad LGBT+. Al ser gobernada por alguien que el presidente en turno nombraba, a menudo alineado a la derecha, o bien, sin una ideología bajo la cual regirse, la capital se convirtió en el centro de la tortura indiscreta que traspasaba los muros de cárceles y centros de detención, a todas luces ilegales o sin condiciones mínimas.
Gran parte de la violencia misógina, homofóbica y transfóbica que predomina todavía en el ideario de miles de personas comenzó a gestarse desde ahí, bajo la ignorancia, yugo y represión convertidos en modo de vida y protocolo de ley, y amparados desde lo más alto de las estructuras de poder, que determinan bajo ciertas condiciones qué sectores merecen ser visibilizados, atendidos o bien, borrados o ignorados. Normalmente, lo que ideológicamente permanece bien impulsado y respaldado desde el poder, a menudo comienza también a replicarse a pequeña escala, creando una red que se agranda a medida que pasa el tiempo, y bajo la cual de pronto nos encontramos todos.
Estamos hablando de hace apenas 50 años. La tortura a nivel institucional fue una realidad en las prisiones de la Ciudad de México; tortura que surgió de los pensamientos más machistas de la sociedad en su conjunto, y que por muchos años se institucionalizó y continuó en la ilegalidad permisiva, basada en las ideas de dominio, coacción y pertenencia motivadas en el género, así como en estereotipos y características socialmente aceptadas o no por un pacto patriarcal sostenido desde el poder político-económico.
Y desde luego, lo que empezó y no fue frenado a tiempo desde el poder, poco a poco escaló en el ideario colectivo, que sumado a las amplias tasas de violencia doméstica, falta de acceso a educación y en general a un esquema insostenible de desigualdad potencializado por el propio Estado, terminó por poner sobre la mesa todas las condiciones para instaurar como una idea generalizada el rechazo a la población LGBT+, pero más aún, a la población transexual.
De ahí venimos, de un siglo XX cargado de elementos que encaminaron a la sociedad contemporánea hacia un lugar marcado por ideas incorrectas sobre las relaciones interpersonales, sobre las relaciones de poder hombre-mujer y sobre el papel del hombre como supuesta figura de dominancia en los diversos núcleos familiares y sociales.
Cuando una estructura ideológica cargada de ignorancia, odio y rechazo se sostiene en el pensamiento de la persona que predomina en los hogares, lo más probable es que bajo coacción, violencia o simplemente por la propia configuración de fuerzas dentro del hogar, dicha ideología se replique hacia abajo, a través de la formación y educación de sus hijas, hijos y/e hijes.
Así pues, encontramos que la violencia que hoy sigue padeciendo la comunidad transexual tiene su origen mucho tiempo atrás, impulsada y promovida desde las estructuras gubernamentales, y que radica en una configuración cuya lógica rechaza en automático a cualquier persona que tenga una forma de vida discrepante con lo que se considera socialmente como un hombre cis o una mujer cis.
Vivimos en el segundo país más peligroso para la supervivencia de este sector poblacional porque durante generaciones se invitó abiertamente a rechazarles, a hacerles a un lado, a negar sus derechos y su existencia misma, y sí, a invisibilizar sus propios pasos. Como muchos sostienen, aquello se trató, como aún hoy en día, de intentos de ‘limpieza social’, promovidos por los grupos más conservadores de la sociedad y replicados hacia abajo.
Herederos de una violencia transfóbica que no se detiene, seguimos observando imágenes increíbles dentro de nuestra supuesta avanzada democrática y vanguardista. Una gran parte de la población transexual no tienen acceso a vivienda; es común verles deambular por las calles de la ciudad, sin rumbo claro, solo buscando pan y descanso.
No contentos con arrebatarles el derecho a una identidad, a la salud, a vivienda y al mínimo de alimento, las estructuras del Estado y las propias configuraciones dentro de la sociedad se empeñan en hacerles saber que sus intentos de sobrevivir en lo mínimo tampoco son bienvenidos. El pasado 12 de julio, por ejemplo, Victoria Sámano, activista transexual, denunció a través de su cuenta de twitter cómo varios elementos de la Secretaria de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México implementaban una redada a las afueras del metro Revolución, para, sin justificación alguna, revisar las pertenencias de mujeres trans que ejercen el trabajo sexual, así como a personas en situación de calle.
No hubo una orden, no hubo un llamado o denuncia. Su simple apariencia desaliñada, y por supuesto su evidente carencia de ingresos y hogar, bastó para que los elementos policiales determinaran que constituían una seria amenaza y debían ser revisadas exhaustivamente.
La violencia transfóbica también es clasista y racista, dos elementos que suman a toda una esfera cuya masa, en términos de injusticia, se incrementa acción tras acción, o inacción tras inacción.
En conjunto, dicha crueldad representa un reflejo de la violencia sistemática que permea en la sociedad mexicana en general. La transfobia, el rechazo y la marginalización son actitudes y comportamientos que persisten, alimentados por estereotipos y prejuicios de los que cuesta mucho deshacerse, pero que deben terminar de morir en nuestro ideario.
Todos estos actos denigrantes hacia las víctimas las someten a un profundo sufrimiento, dejando cicatrices imborrables en sus vidas y generando un clima de miedo e inseguridad que nadie tendría que padecer en un Estado de Derecho.
Reconocer que la lucha por los derechos de la comunidad trans no solo debe estar en manos de la propia comunidad, sino que es responsabilidad de toda la sociedad mexicana, es tan solo el primer pasito hacia la que debe ser la exigencia colectiva mayor: que el Estado termine con todo resquicio de violencia transfóbica en todos y cada uno de los escenarios institucionales donde sigue arraigada. Es urgente exigir que se promueva la educación, el respeto y la aceptación de la diversidad de género, así como cambios estructurales en las políticas públicas que garanticen la protección y el respeto hacia las personas trans y su dignidad.